Mario Galeana
Chignahuapan, Pue.- Hace 30 años, Pilar Gabiño y Federico Carbajal recorrían el país buscando un lugar para sus días de retiro. Visitaron pueblos del Estado de México, pero al llegar a El Encinal, una localidad ubicada en el municipio de Chignahuapan, supieron que ese era su destino.
Los conquistó la neblina que pulula en la Sierra Norte del estado, la humedad y el frío. Compraron un terreno en el que se imaginaron un rancho con animales pastando por doquier, flores en racimo colgando de los árboles, quizá algunos nietos y una vida plácida.
No imaginaron que más de dos décadas después iniciarían en ese mismo lugar una especie de santuario, un lugar de conservación dedicado al axolote, animal de herencia prehispánica, mística, y sin embargo en peligro de extinción.
Pero en medio de ese futuro se atravesó una vida itinerante que lo mismo los llevó a trabajar como ingenieros en la Ciudad de México, Jalisco e incluso en Houston, Texas, como maestros bilingües.
“Siempre supimos que en algún momento tendríamos que volver a ese lugar que compramos hace 30 años”, dice Federico.
Y sí: volvieron.
Llegar a El Encinal, en el año de 2013, fue como un encuentro postergado, pero irrefrenable. Construyeron una casa, fueron familiarizándose con el paisaje y finalmente pensaron en iniciar un proyecto de crianza de animales terrestres o acuáticos.
Cuando platicaron con algunos campesinos, éstos les sugirieron criar axolotes con el propósito de venderlos para el consumo, como solía hacerse en Chignahuapan, ya que se cree que éstos tienen propiedades curativas.
Pero, en lugar de pensarlo como comida, Pilar y Federico pensaron en él como un personaje: un animal que parecía sonreír desde el agua traslúcida, estático, misterioso, único. Y de esa pequeña idea surgió otra: la posibilidad de crear un espacio de exhibición del axolote.
Cuando se lo comentaron a sus tres hijos, todos pensaron que era un gran proyecto y, aún más, un proyecto del que querían formar parte.
Ariel, politólogo, y Yanin, administradora, ambos con vidas igual de itinerantes que la de sus padres, se mudaron a Chignahuapan para realizar los preparativos. A la distancia, Paola, oceanóloga e investigadora de la Universidad de Seattle, les enviaba el equipo y el conocimiento necesario.
En realidad, todo ocurrió muy rápido: en agosto de 2014, la familia obtuvo de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) un registro para constituirse como UMA, es decir, como Unidad de Manejo para la Conservación de la Vida Silvestre.
Después abrieron las puertas de la Casa del Axolote, el primer museo y espacio de conservación de este animal eternizado por Julio Cortázar en un cuento en el que describe “su voluntad secreta: abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente”.
Al cabo de seis años, la Casa del Axolote reunió a decenas de miles de visitantes que, como ellos mismos, salían asombrados por su encuentro con ese pequeño anfibio.
La popularidad que adquirió el recinto los hizo refundar el proyecto bajo el Museo Mexicano del Axolote (Mumax), donde se exhiben al menos 18 axolotes de tres especies distintas, además de que se realizan actividades culturales y de divulgación científico.
Hoy, tres décadas más tarde de aquella visita a El Encinal, Federico sostiene que no podía haber más lugar para este museo que Chignahuapan: “El axolote no es nuestro; nosotros somos parte del axolote. Y, en cierta forma, el axolote es parte del alma del chignahuapense”.